Energía, crecimiento económico y desigualdad
La última cumbre del clima de París celebrada en diciembre de 2015 ha alcanzado algunos consensos en materia energética y de lucha contra el contra el cambio climático que se buscaban desde hace años.
Más allá de las diferencias ideológicas y cronológicas en el ritmo de aplicación de las reformas, todos hemos llegado a la conclusión de que son imprescindibles.
La plena toma de conciencia de que el cambio climático representa una amenaza apremiante y con efectos potencialmente irreversibles para las sociedades humanas y el planeta, exige la cooperación más amplia posible de todos los países y su participación en una respuesta internacional efectiva y apropiada, con miras a acelerar la reducción de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero[1].
Dentro de la lucha contra el cambio climático, y la importancia de la dimensión energética de la misma, es imprescindible tener en cuenta su impacto sobre los derechos humanos en un sentido amplio, y sobre las personas en situaciones de vulnerabilidad, sean éstas cuales sean. En este acuerdo, aparece especialmente reforzada la necesidad de promover el acceso universal a la energía sostenible en todos los países, especialmente en aquellos considerados en desarrollo, mediante un mayor despliegue de energías renovables.
Es imprescindible establecer un plan estratégico, horizontes 2030 y 2050, para la transición energética en el marco de la lucha contra el cambio climático, transformando el modelo energético y definiendo una política energética de largo alcance, que asegure el acceso a la energía a precios asequibles y convierta el sector energético en factor de competitividad y en motor de innovación, desarrollo y generación de empleo, impulse el autoabastecimiento y fortalezca la seguridad en el suministro.
Todas las medidas, en los diferentes contextos sociales, políticos y económicos, encaminadas a facilitar la transición energética hacia un modelo seguro y sostenible, eficiente, bajo en carbono, y construido sobre la base de un marco predecible y garante de precios estables, deben de ser apoyadas con intensidad por los poderes públicos.
Este marco global necesita concreciones en el caso de nuestro país. Todos deberíamos de trabajar para alcanzar un Pacto de Estado de la Energía para dar continuidad a las decisiones estratégicas, independientes de la alternancia política. El objetivo está claro, energía para todos limpia y asequible; no superando las 1,7 toneladas anuales de CO2 per cápita en 2050 (actualmente emitimos 7,3 tm.) y, para ello, debemos asegurar objetivos coherentes a medio plazo, en torno a 2030.
Se trata de reducir las emisiones de CO2 en más de un 40% sobre el nivel de 1990, de acuerdo con el objetivo de la UE, mejorando la eficiencia energética en un 2% anual y superando en 2030 el 70% de participación de las energías renovables en la generación eléctrica en un sistema energético más electrificado.
Estas decisiones que son inaplazables, tienen que conjugarse con una economía como la española plenamente incorporada a la dinámica global. El coste energético para el tejido productivo no puede ser un elemento que juegue contra la eficiencia económica de nuestras empresas.
El descenso en el coste de la energía puede presentar muchas facetas. Es necesario mejorar la competencia real entre los operadores que intervienen en el sector eléctrico, desplazar el centro de gravedad desde las grandes empresas suministradoras hacia los consumidores, industriales y domésticos, que asumirán un papel mucho más activo tanto en la gestión de su consumo como en la generación de su propia energía.
Necesitamos sistemas con más generación distribuida y de pequeña escala, en su mayor parte renovable, basados en el desarrollo de servicios energéticos orientados a gestionar más eficientemente el consumo. En la medida en que el desarrollo tecnológico está mejorando los rendimientos y abaratando los costes de las energías renovables fortaleciendo su competitividad, la facilidad de adaptación del sistema productivo será mayor.
Todos los expertos señalan que las energías renovables, eólica, solar, biomasa, biogás, hidráulica, marina, geotérmica, además de contribuir a la lucha contra el cambio climático, aprovechan recursos autóctonos, reducen los riesgos asociados a la dependencia energética, contribuyen a crear un tejido empresarial generador de desarrollo y empleo, tienen un impacto económico positivo distribuido por el territorio, especialmente en la fijación de empleo en el mundo rural, y mejoran la balanza de pagos[2].
La crisis ha dejado una marca profunda en el tejido social de nuestro país. Por un lado, una dualización, tanto en el mercado laboral, como en los sistemas de protección social, ya que la estructura de nuestro Estado de Bienestar no ha conseguido afianzar derechos sociales para poder disfrutar de la protección adecuada a amplias capas de la sociedad, con especial incidencia en los colectivos más vulnerables.
Además de una creciente desigualdad y pobreza. Esta dramática situación afecta especialmente a colectivos jóvenes y a la infancia, comprometiendo la igualdad de oportunidades en la vida, la justicia intergeneracional y nuestra competitividad futura en la economía del conocimiento[3].
Además la ausencia de un mecanismo que garantice unos ingresos mínimos en caso de exclusión económica, lleva a que a falta de una malla de protección de última instancia, se está condenando a cientos de miles de personas a situaciones de extrema vulnerabilidad, cuando no de exclusión permanente.
Sólo es posible luchar contra el hecho dramático de que 712.300 hogares en España no reciben ningún ingreso[4], desarrollando un sistema público de garantía de ingresos mínimos vitales, que ofrezca recursos a las familias que estén en situación de especial vulnerabilidad y/o en riesgo de exclusión social.
Hay, por lo tanto, que compatibilizar esta senda de adaptación y de cambio de modelo, con la garantía del derecho a un bien básico, esencial y primordial para el bienestar de la ciudadanía como el acceso a la energía, la protección de los más vulnerables y la erradicación de la pobreza energética en los hogares y en la movilidad de las personas.
En el contexto social, laboral y económico de la crisis que venimos padeciendo desde hace más de siete años, que ha llevado a procesos de creciente desigualdad en el ingreso y de pobreza y exclusión, urge, entre otras acciones, incorporar plenamente el combate contra la pobreza energética como prioridad de nuestra política energética.
Es imprescindible un marco de cobertura social sobre un servicio mínimo de suministro de energía (electricidad y gas), que garantice que ningún hogar pueda ser privado de un mínimo de cobertura de subsistencia. La colaboración entre el gobierno y las empresas en fundamental en este tipo de programas de ayuda social.
Todos los estudios empíricos y la experiencia en los países con mayores niveles de justicia social demuestran que la inversión social es el activo más sólido para el desarrollo, la eficiencia y la competitividad del país. Es imprescindible, por justicia social y por estrategia de crecimiento económico un sistema de garantía de ingresos que ofrezca unos recursos mínimos a los hogares en situación de vulnerabilidad o en riesgo de exclusión social. También en estas situaciones dramáticas, la energía es un elemento central.
[1] Naciones Unidas (2015): Acuerdo de París. Convención Marco sobre el Cambio Climático.
[2] Velasco, R. (2014): Salvad la industria española. Desafíos actuales y reformas pendientes. Libros de la Catarata.
[3] Intermón-OXFAM (2016): Una economía al servicio del 1%. La situación en España.
[4] Encuesta de Población Activa – 4º trimestre 2015. Instituto Nacional de Estadística.
Artículo publicado en el Nº18 de la revista de energía Dínamo Técnica.
Autor: Dr. Abel Losada, licenciado en economía. Profesor de Economía de la Universidade de Vigo. Diputado en el Parlamento de Galicia.